Había sido un largo día de trabajo. A veces, todo parecía un paseo, pero ahora había tanto movimiento en la oficina que el trabajo se iba acumulando en su mesa y le obligaba a hacer horas extra. Aquel había sido uno de esos días. Eran las diez y media de la noche, y aunque le quedaban cosas que hacer, ordenó su mesa, cogió su maletín y se perdió en la oscuridad del pasillo.  

Había llovido y una ligera brisa le golpeó en la cara al salir de la oficina. El frio de la noche le vino bien. Necesitaba despejar la mente. Caminó despacio hacia el coche: le apetecía sentir el aire frio en la cara. Las calles estaban vacías. El bullicio del día había dado paso a una inusual tranquilidad. Parecía como si el tiempo se hubiese detenido. Sin coches, sin gente paseando por la amplia avenida que pasaba junto a su oficina. Posiblemente estuviesen todos refugiados en casa, por si volvía a llover. Todo era silencio a su alrededor.

Al llegar a casa, nadie le esperaba. Al principio no le gustaba, pero, tras dos años viviendo allí, se había acostumbrado a la soledad. En días como ese, le encantaba llegar del trabajo y darse una larga ducha caliente. Después, una cena fría, y se echaría en el sofá a ver una película, o cualquier programa entretenido que pusieran en la televisión. En ocasiones, ya de madrugada, se despertaba, miraba la televisión aún encendida, giraba sobre sí mismo y continuaba durmiendo. No sabía por qué, pero le gustaba dormir allí. Cuando salía más temprano del trabajo, tras la copa de rigor con los compañeros, se escapaba al gimnasio, o iba a correr un rato al campo. Sin embargo, cuando quería estar solo, se sentaba en la playa a contemplar la puesta de sol, hundiendo los pies en la arena. Le encantaba esa sensación, igual que le gustaba caminar descalzo por el jardín de su antigua casa. Ahora vivía en un piso: no le gustaba, aunque se sentía cómodo en él. Bonitas vistas, tranquilo, en una buena zona de la ciudad, pero..., demasiado vacío.

Aquella noche, el silencio era ensordecedor. Solo escuchaba el silbido del aire colándose por las rendijas de la ventana del lavadero y, a lo lejos, el monótono golpear de las persianas, agitadas por el viento. Dejó el maletín junto a la puerta, echó la llave y, sin pensarlo dos veces, caminó hasta la ducha. Estaba deseando relajarse bajo el agua caliente. Abrió el grifo y reguló la temperatura. Se desnudó y colocó la ropa, perfectamente doblada, sobre la cama. 


No sabía cuánto tiempo llevaba bajo el agua... ¿Cinco? ¿Diez minutos? Quizá más. De repente, le pareció escuchar algo fuera del baño. Una de las ventajas de vivir solo, era que podía dejar la puerta del baño abierta mientras se duchaba. Abrió la cortina de la ducha y escuchó unos instantes. Nada. Solo silencio. Volvió bajo el agua, pero entonces el sonido se hizo más audible. Sonaba más allá del pasillo. Asomó de nuevo la cabeza entre la cortina, y entonces se dio cuenta de que había luz en el salón. Era una luz tenue y blanquecina, que parecía moverse en la oscuridad. ¿Acaso había encendido alguna luz en el salón al llegar? No. Estaba seguro de ello. Su rutina era la misma cada día, desde hacía dos años. Pero, entonces, ¿qué era aquella luz?

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